NACIMIENTO, DESARROLLO Y MADUREZ DE LA ESCRITURA MANUSCRITA
Hasta muy recientemente, toda la literatura en torno al conocimiento de la grafología, de la psicología de la escritura, había teorizado respecto de cuáles eran las razones por las que todos los niños aprendían antes a hablar que a escribir, presuponiendo que la razón era que el aprendizaje de la escritura es mucho más dificultoso que el aprendizaje del habla. Pues bien, Jean-Pierre Changeux, neurobiólogo del Institut Pasteur, nos dice lo siguiente: “Nuestro modelo de conciencia es compatible con el de Noam Chomsky, quien considera que el lenguaje es una capacidad en parte heredada. Digamos que tenemos una capacidad innata para hablar; una especie de estructuras, de categorías gramaticales”. Así pues, se confirma la antigua creencia de que es más difícil aprender a escribir que a hablar, puesto que ahora sabemos que al nacer, nuestro cerebro ya tiene una estructura, una red neural, responsable del habla, pero no de la escritura. En otras palabras, si también heredáramos las redes neurales responsables de la escritura, el aprendizaje sería tan fácil como el del habla.
EL PRIMER GARABATO
Los primeros garabatos que hacen los niños tienen un sentido de exploración, y no dejan de ser la expresión gráfica de una inteligencia en desarrollo. Para ellos, garabatear en un papel es poder equivocarse, experimentar, probar y jugar. Son garabatos discordantes, puesto que no tienen aún la intención de representar una cosa definida, y su psicomotricidad inmadura tampoco les permite hacer mucho más. Será poco a poco, a través de su experimentación con los distintos lápices de colores y rotuladores de todo tipo, y su proyección en distintos soportes, junto con su paulatino crecimiento y enriquecimiento cognitivo, como el niño irá adquiriendo más conciencia no sólo de lo que hace con los útiles de que dispone, sino de todas las posibilidades de creación que estén a su alcance. Y será así como, gradualmente, el niño hará evolucionar su garabato inicial inconexo, sin sentido, irregular, incomprensible, desproporcionado, hacia otro donde ya se observa un cambio cualitativo en la calidad gráfica de la que ahora sí es capaz. Y suele ser entre los cuatro y los siete años cuando los garabatos alcanzan una mejor calidad gráfica, pudiéndose ya discernir las imágenes que el niño quiere representar. Se empiezan a percibir los distintos matices que se van incluyendo en el trazo.
Distintos psicólogos de la primera mitad del siglo XX manifestaron su interés por los dibujos de los niños, desde una perspectiva semiótica, para demostrar que se trata de un lenguaje proposicional más. Así pensaba Vigotsky, autor del libro La imaginación y el arte en la infancia (1930), quien decía que, tras el periodo de los palotes, garabatos y expresión amorfa de elementos aislados, la etapa en que el niño empieza a dibujar en el pleno sentido de la palabra prefigura la escritura futura.
Los niños aprenden primero a trazar las letras, un aprendizaje imprescindible para más tarde poder construir palabras. Y con ese bagaje, el niño escribirá por primera vez su propio nombre y sus dos apellidos. Será para él un momento transcendental, no tanto por ver su propio nombre escrito, puesto que puede haberlo visto antes escrito por otras manos, como por haber sido capaz de escribirlo él mismo por primera vez. Un hito que hasta entonces le resultaba impensable. Podemos afirmar que la configuración gráfica de nuestro nombre y apellidos es el primer dibujo con un sentido bien preciso que realiza el niño. Cuando lo escribimos por primera vez (Marta, Pablo, María, José, Mónica, Luis, etc.) es todo un acontecimiento para nosotros, porque vemos reflejado en un conjunto de letras una información muy concreta que nos remite a nosotros mismos. Y una vez que el niño ya ha sido capaz de construir su nombre letra a letra, empieza la otra tarea, que es la de la personalización, la individuación gráfica: conseguir hacer nuestra firma, una firma que será personal y única. Y aunque la realización de la firma acabará siendo automática (de hecho, en casos de patologías graves la firma es la última expresión gráfica que se deteriora, precisamente por su automatización) su calidad gráfica no suele ser distante de la del resto de la escritura. Es decir, No hay una firma genial y una letra de analfabeto, ni viceversa, puesto que son producto de un mismo cerebro.
Así pues, el niño irá perfeccionando su escritura al mismo tiempo que siga creciendo y su cerebro enriqueciéndose tanto por su interacción con su entorno, como por su actitud positiva en seguir formándose. Por lo tanto, en el proceso de aprendizaje hay distintas fases: formación de garabatos inconexos, perfeccionamiento de los mismos, capacidad para construir las primeras letras, capacidad de darles un sentido, construcción del propio nombre y apellidos, personalización creciente de la escritura y de la firma. Así pues, tanto la escritura como la firma van sufriendo una continua transformación paralela a la que el niño va experimentando en su propia persona. Nunca hay una evolución positiva en la escritura si no la hay también en la propia persona. El que haya una especialidad en grafología infantil (igual que la hay en psicología) indica hasta qué punto esta etapa es crucial.
Tanto la firma como la escritura anterior a la adolescencia han hecho todo un recorrido y han sufrido una evolución que ha dado como resultado una estructura gráfica claramente atribuible a la persona autora. El niño la ha ido personificando, no necesariamente de manera consciente, sino porque su personalidad en ciernes se está proyectando de forma cada más patente. En la escuela ha aprendido a dibujar unas letras matrices, y para romper este patrón, para personificar lo aprendido, se requiere una personalidad que quiera hacerlo. Hay casos excepcionales como el de John Adams, un niño de 9 años que logró pasar el examen de acceso a la universidad inglesa, y cuya escritura es la de un superdotado, pues tiene una calidad grafopsicológica inusual en un niño de su edad. Tanto es así que podría equipararse a la de cualquier adulto con un nivel de cultura medio.
Con la adolescencia entramos en otra etapa de la evolución de la escritura manuscrita. Aquí ya hay un bagaje fruto de los años precedentes. Un bagaje que consiste y se traduce en haber aprendido a escribir todas las letras del abecedario. Y saber escribir todas las letras del abecedario significa saber hacer el dibujo de cada una de ellas. Porque cada letra es un dibujo. Significa también que el adolescente no sólo sabe dibujar cada letra de su abecedario, sino que también sabe combinarlas para componer las palabras que den significado a lo quiere expresar. Significa también que ha personalizado considerablemente su firma. Éste es el bagaje con el que el adolescente se enfrenta a su nueva etapa. Y le será de extraordinaria utilidad, porque tendrá que confrontarse con un continuo de situaciones difíciles, persistentes en el tiempo y muy determinadas por los cambios hormonales. Necesitará comunicarse continuamente, so pena de que se agraven sus conflictos. Y su comunicación con el mundo será a través de canales más o menos privilegiados. Uno de ellos será la comunicación verbal, tal vez el preferido por la facilidad y velocidad en la interacción con los demás. Pero estamos hablando de la comunicación escrita. Al principio de este artículo ya he explicado por qué es tan difícil de aprender. En el instituto, el adolescente se verá obligado a presentar continuamente trabajos escritos. En definitiva, la escritura es la prueba del algodón de la verdadera formación, no únicamente la reglada, la académica, sino también (por supuesto) la autodidacta. Aquí también hay casos excepcionales, como el del poeta francés Arthur Rimbaud, que anticipó el surrealismo, cuya escritura manuscrita a sus quince años tiene ya una calidad gráfica que la mayoría de adultos nunca alcanzará.
Todo el mundo sabe hablar, pero no todo el mundo sabe escribir. Es más, podemos encontrar personas con una elevada inteligencia verbal, y nula aptitud para expresarse por escrito. En la escritura manuscrita, y subrayo lo de “manuscrita”, es donde encontramos más verdad, puesto que un texto impreso no nos da la total certeza de que sea del autor que lo firma. El manuscrito sí nos la da, y más si se ha realizado de manera presencial. Por eso los exámenes presenciales y manuscritos son del todo fiables. Ése es uno de los valores de la escritura manuscrita. En definitiva, el adolescente superará esa etapa de su vida comunicándose verbalmente, por escrito, no verbalmente, o incluso no comunicándose en absoluto (que también es otra forma de comunicar, puesto que en realidad no podemos dejar de hacerlo).
Dicho sea de paso, antes se consideraba que alrededor de los veinte y pocos años la persona ya había superado su adolescencia, pero en estos nuevos tiempos ya no es así, y ahora uno puede ser adolescente hasta la treintena. Por supuesto, no hablo de los casos patológicos, donde la personalidad adolescente se prolonga hasta edades a las que la mayoría ya ha establecido un nuevo sistema familiar, o se ha emancipado de los padres.
Y llegamos a la edad adulta. Aquí la persona ha alcanzado la máxima madurez de su escritura manuscrita y su firma, la estructura de mayor calidad gráfica que su cerebro ha sido capaz de dar. Esta será la escritura que se mantendrá a lo largo de su vida, a no ser que sufra toda una serie de vaivenes capaces de transformarla. Pero deben ser circunstancias de suma gravedad, y persistentes en el tiempo, como por ejemplo (y en negativo) una patología grave. Si ha habido un gran sufrimiento que nos ha afectado profundamente, eso se proyectará en nuestra escritura manuscrita, que no deja de ser una radiografía de nuestro psiquismo, de nuestra personalidad. También (y en positivo) la persona puede haber decidido un cambio fundamental en su vida como, pongamos por caso, alguien que tiene los estudios básicos y a los treinta, cuarenta o cincuenta años decide acceder a una formación universitaria con todo su empeño. Recuerdo que, cuando me estaba formando en psicología de la escritura, en grafología, estudiamos el caso de un famoso personaje (en realidad fabricado por el franquismo): Eleuterio Sánchez “El Lute”. Cuando fue detenido y encarcelado, su escritura manuscrita era muy deficiente y propia de un iletrado. Pero durante su prisión, apoyado por personas como Tierno Galván y otras vinculadas al proceso de la transición democrática española, “El Lute” consiguió licenciarse en derecho, y su escritura manuscrita cambió radicalmente en consecuencia, hasta tal punto que no tenía nada que envidiar a la de cualquier otro universitario. Su letra cambió porque su cerebro también cambió, y lo hizo porque se alimentó de múltiples lecturas, estudios, textos y exámenes que fue superando, y por supuesto, también del afecto, la estima y la comprensión que fue encontrando en su largo encarcelamiento. Su escritura cambió porque quien gobierna nuestra mano es nuestro cerebro, y en su caso había pasado a ser otro. Nuestra escritura manuscrita siempre puede cambiar si nosotros también lo hacemos.
Así pues, en la edad adulta es cuando tenemos una escritura y una firma que se mantendrán estables (salvo cambios vitales de gran relevancia) a lo largo de los años. Tanto es así que, por ejemplo, en ocasiones ha sido la única prueba pericial válida para imputar a ex nazis que se habían escondido en distintos países. Es el caso de Brasil, donde se refugió el famoso médico nazi Josef Mengele, más conocido como el “ángel de la muerte”, quien se había sometido a una total transformación de su persona para no ser reconocido: se había transformado en un ciudadano ejemplar, se había hecho la cirugía estética, etc. Pero su escritura y su firma eran las mismas. Aunque el nombre escrito fuera otro, los trazos gráficos, todos los parámetros de la escritura, eran los mismos. Y puesto que sus buscadores tenían los carnets y documentos originales firmados por él, se hicieron peritaciones caligráficas para confrontar si las letras o las firmas eran las mismas, aun después de ¡cuarenta años! Las pruebas periciales aportadas por peritos brasileños, estadounidenses y alemanes no dejaban lugar a dudas: se trataba de la misma persona. Este es sólo uno de tantos casos concretos y que han llegado a los juzgados. Esa es una de las múltiples posibilidades que aporta el análisis de la escritura manuscrita y de la firma. En el caso de esta última, su carga simbólica es extraordinaria, tanto que toda la tecnificación actual sigue sin poder sustituirla. Nuestra firma, aquella que aprendimos a hacer con muy pocos años y que ahora es adulta, sigue siendo imprescindible para los trámites más fundamentales, como comprar un piso o un coche, casarse, divorciarse, establecer un contrato laboral, todo tipo de trámites. Así que aquellos agoreros que decían que la tecnología lo sustituiría todo, con la firma manuscrita se han equivocado (de momento).
Hasta hace algunas décadas, la escritura ha guardado toda la memoria del mundo. Su carga simbólica es extraordinaria. No es una temeridad decir que la escritura manuscrita tiene vida, cosa que no tiene la escritura procedente de un teclado de ordenador. Y aquí vida significa que la primera escritura con sentido que realizamos (nuestro propio nombre) sufrirá toda una serie de transformaciones en paralelo con las transformaciones personales que experimentemos a lo largo de nuestra vida. Tanto es así que hay una ley de la pericia caligráfica judicial que dice: “Si hay dos firmas iguales, una de las dos es falsa”. Ni uno mismo sería capaz de hacer dos firmas exactamente iguales. A esto me refiero cuando digo que la escritura tiene vida. Porque escribimos con la mano, pero la mano la gobierna nuestro sistema nervioso. Y es la riqueza (o pobreza) de nuestra red neural (y no la mano) la que determina la calidad de nuestra escritura.
EL PRIMER GARABATO
Los primeros garabatos que hacen los niños tienen un sentido de exploración, y no dejan de ser la expresión gráfica de una inteligencia en desarrollo. Para ellos, garabatear en un papel es poder equivocarse, experimentar, probar y jugar. Son garabatos discordantes, puesto que no tienen aún la intención de representar una cosa definida, y su psicomotricidad inmadura tampoco les permite hacer mucho más. Será poco a poco, a través de su experimentación con los distintos lápices de colores y rotuladores de todo tipo, y su proyección en distintos soportes, junto con su paulatino crecimiento y enriquecimiento cognitivo, como el niño irá adquiriendo más conciencia no sólo de lo que hace con los útiles de que dispone, sino de todas las posibilidades de creación que estén a su alcance. Y será así como, gradualmente, el niño hará evolucionar su garabato inicial inconexo, sin sentido, irregular, incomprensible, desproporcionado, hacia otro donde ya se observa un cambio cualitativo en la calidad gráfica de la que ahora sí es capaz. Y suele ser entre los cuatro y los siete años cuando los garabatos alcanzan una mejor calidad gráfica, pudiéndose ya discernir las imágenes que el niño quiere representar. Se empiezan a percibir los distintos matices que se van incluyendo en el trazo.
Distintos psicólogos de la primera mitad del siglo XX manifestaron su interés por los dibujos de los niños, desde una perspectiva semiótica, para demostrar que se trata de un lenguaje proposicional más. Así pensaba Vigotsky, autor del libro La imaginación y el arte en la infancia (1930), quien decía que, tras el periodo de los palotes, garabatos y expresión amorfa de elementos aislados, la etapa en que el niño empieza a dibujar en el pleno sentido de la palabra prefigura la escritura futura.
Los niños aprenden primero a trazar las letras, un aprendizaje imprescindible para más tarde poder construir palabras. Y con ese bagaje, el niño escribirá por primera vez su propio nombre y sus dos apellidos. Será para él un momento transcendental, no tanto por ver su propio nombre escrito, puesto que puede haberlo visto antes escrito por otras manos, como por haber sido capaz de escribirlo él mismo por primera vez. Un hito que hasta entonces le resultaba impensable. Podemos afirmar que la configuración gráfica de nuestro nombre y apellidos es el primer dibujo con un sentido bien preciso que realiza el niño. Cuando lo escribimos por primera vez (Marta, Pablo, María, José, Mónica, Luis, etc.) es todo un acontecimiento para nosotros, porque vemos reflejado en un conjunto de letras una información muy concreta que nos remite a nosotros mismos. Y una vez que el niño ya ha sido capaz de construir su nombre letra a letra, empieza la otra tarea, que es la de la personalización, la individuación gráfica: conseguir hacer nuestra firma, una firma que será personal y única. Y aunque la realización de la firma acabará siendo automática (de hecho, en casos de patologías graves la firma es la última expresión gráfica que se deteriora, precisamente por su automatización) su calidad gráfica no suele ser distante de la del resto de la escritura. Es decir, No hay una firma genial y una letra de analfabeto, ni viceversa, puesto que son producto de un mismo cerebro.
Así pues, el niño irá perfeccionando su escritura al mismo tiempo que siga creciendo y su cerebro enriqueciéndose tanto por su interacción con su entorno, como por su actitud positiva en seguir formándose. Por lo tanto, en el proceso de aprendizaje hay distintas fases: formación de garabatos inconexos, perfeccionamiento de los mismos, capacidad para construir las primeras letras, capacidad de darles un sentido, construcción del propio nombre y apellidos, personalización creciente de la escritura y de la firma. Así pues, tanto la escritura como la firma van sufriendo una continua transformación paralela a la que el niño va experimentando en su propia persona. Nunca hay una evolución positiva en la escritura si no la hay también en la propia persona. El que haya una especialidad en grafología infantil (igual que la hay en psicología) indica hasta qué punto esta etapa es crucial.
Tanto la firma como la escritura anterior a la adolescencia han hecho todo un recorrido y han sufrido una evolución que ha dado como resultado una estructura gráfica claramente atribuible a la persona autora. El niño la ha ido personificando, no necesariamente de manera consciente, sino porque su personalidad en ciernes se está proyectando de forma cada más patente. En la escuela ha aprendido a dibujar unas letras matrices, y para romper este patrón, para personificar lo aprendido, se requiere una personalidad que quiera hacerlo. Hay casos excepcionales como el de John Adams, un niño de 9 años que logró pasar el examen de acceso a la universidad inglesa, y cuya escritura es la de un superdotado, pues tiene una calidad grafopsicológica inusual en un niño de su edad. Tanto es así que podría equipararse a la de cualquier adulto con un nivel de cultura medio.
Con la adolescencia entramos en otra etapa de la evolución de la escritura manuscrita. Aquí ya hay un bagaje fruto de los años precedentes. Un bagaje que consiste y se traduce en haber aprendido a escribir todas las letras del abecedario. Y saber escribir todas las letras del abecedario significa saber hacer el dibujo de cada una de ellas. Porque cada letra es un dibujo. Significa también que el adolescente no sólo sabe dibujar cada letra de su abecedario, sino que también sabe combinarlas para componer las palabras que den significado a lo quiere expresar. Significa también que ha personalizado considerablemente su firma. Éste es el bagaje con el que el adolescente se enfrenta a su nueva etapa. Y le será de extraordinaria utilidad, porque tendrá que confrontarse con un continuo de situaciones difíciles, persistentes en el tiempo y muy determinadas por los cambios hormonales. Necesitará comunicarse continuamente, so pena de que se agraven sus conflictos. Y su comunicación con el mundo será a través de canales más o menos privilegiados. Uno de ellos será la comunicación verbal, tal vez el preferido por la facilidad y velocidad en la interacción con los demás. Pero estamos hablando de la comunicación escrita. Al principio de este artículo ya he explicado por qué es tan difícil de aprender. En el instituto, el adolescente se verá obligado a presentar continuamente trabajos escritos. En definitiva, la escritura es la prueba del algodón de la verdadera formación, no únicamente la reglada, la académica, sino también (por supuesto) la autodidacta. Aquí también hay casos excepcionales, como el del poeta francés Arthur Rimbaud, que anticipó el surrealismo, cuya escritura manuscrita a sus quince años tiene ya una calidad gráfica que la mayoría de adultos nunca alcanzará.
Todo el mundo sabe hablar, pero no todo el mundo sabe escribir. Es más, podemos encontrar personas con una elevada inteligencia verbal, y nula aptitud para expresarse por escrito. En la escritura manuscrita, y subrayo lo de “manuscrita”, es donde encontramos más verdad, puesto que un texto impreso no nos da la total certeza de que sea del autor que lo firma. El manuscrito sí nos la da, y más si se ha realizado de manera presencial. Por eso los exámenes presenciales y manuscritos son del todo fiables. Ése es uno de los valores de la escritura manuscrita. En definitiva, el adolescente superará esa etapa de su vida comunicándose verbalmente, por escrito, no verbalmente, o incluso no comunicándose en absoluto (que también es otra forma de comunicar, puesto que en realidad no podemos dejar de hacerlo).
Dicho sea de paso, antes se consideraba que alrededor de los veinte y pocos años la persona ya había superado su adolescencia, pero en estos nuevos tiempos ya no es así, y ahora uno puede ser adolescente hasta la treintena. Por supuesto, no hablo de los casos patológicos, donde la personalidad adolescente se prolonga hasta edades a las que la mayoría ya ha establecido un nuevo sistema familiar, o se ha emancipado de los padres.
Y llegamos a la edad adulta. Aquí la persona ha alcanzado la máxima madurez de su escritura manuscrita y su firma, la estructura de mayor calidad gráfica que su cerebro ha sido capaz de dar. Esta será la escritura que se mantendrá a lo largo de su vida, a no ser que sufra toda una serie de vaivenes capaces de transformarla. Pero deben ser circunstancias de suma gravedad, y persistentes en el tiempo, como por ejemplo (y en negativo) una patología grave. Si ha habido un gran sufrimiento que nos ha afectado profundamente, eso se proyectará en nuestra escritura manuscrita, que no deja de ser una radiografía de nuestro psiquismo, de nuestra personalidad. También (y en positivo) la persona puede haber decidido un cambio fundamental en su vida como, pongamos por caso, alguien que tiene los estudios básicos y a los treinta, cuarenta o cincuenta años decide acceder a una formación universitaria con todo su empeño. Recuerdo que, cuando me estaba formando en psicología de la escritura, en grafología, estudiamos el caso de un famoso personaje (en realidad fabricado por el franquismo): Eleuterio Sánchez “El Lute”. Cuando fue detenido y encarcelado, su escritura manuscrita era muy deficiente y propia de un iletrado. Pero durante su prisión, apoyado por personas como Tierno Galván y otras vinculadas al proceso de la transición democrática española, “El Lute” consiguió licenciarse en derecho, y su escritura manuscrita cambió radicalmente en consecuencia, hasta tal punto que no tenía nada que envidiar a la de cualquier otro universitario. Su letra cambió porque su cerebro también cambió, y lo hizo porque se alimentó de múltiples lecturas, estudios, textos y exámenes que fue superando, y por supuesto, también del afecto, la estima y la comprensión que fue encontrando en su largo encarcelamiento. Su escritura cambió porque quien gobierna nuestra mano es nuestro cerebro, y en su caso había pasado a ser otro. Nuestra escritura manuscrita siempre puede cambiar si nosotros también lo hacemos.
Así pues, en la edad adulta es cuando tenemos una escritura y una firma que se mantendrán estables (salvo cambios vitales de gran relevancia) a lo largo de los años. Tanto es así que, por ejemplo, en ocasiones ha sido la única prueba pericial válida para imputar a ex nazis que se habían escondido en distintos países. Es el caso de Brasil, donde se refugió el famoso médico nazi Josef Mengele, más conocido como el “ángel de la muerte”, quien se había sometido a una total transformación de su persona para no ser reconocido: se había transformado en un ciudadano ejemplar, se había hecho la cirugía estética, etc. Pero su escritura y su firma eran las mismas. Aunque el nombre escrito fuera otro, los trazos gráficos, todos los parámetros de la escritura, eran los mismos. Y puesto que sus buscadores tenían los carnets y documentos originales firmados por él, se hicieron peritaciones caligráficas para confrontar si las letras o las firmas eran las mismas, aun después de ¡cuarenta años! Las pruebas periciales aportadas por peritos brasileños, estadounidenses y alemanes no dejaban lugar a dudas: se trataba de la misma persona. Este es sólo uno de tantos casos concretos y que han llegado a los juzgados. Esa es una de las múltiples posibilidades que aporta el análisis de la escritura manuscrita y de la firma. En el caso de esta última, su carga simbólica es extraordinaria, tanto que toda la tecnificación actual sigue sin poder sustituirla. Nuestra firma, aquella que aprendimos a hacer con muy pocos años y que ahora es adulta, sigue siendo imprescindible para los trámites más fundamentales, como comprar un piso o un coche, casarse, divorciarse, establecer un contrato laboral, todo tipo de trámites. Así que aquellos agoreros que decían que la tecnología lo sustituiría todo, con la firma manuscrita se han equivocado (de momento).
Hasta hace algunas décadas, la escritura ha guardado toda la memoria del mundo. Su carga simbólica es extraordinaria. No es una temeridad decir que la escritura manuscrita tiene vida, cosa que no tiene la escritura procedente de un teclado de ordenador. Y aquí vida significa que la primera escritura con sentido que realizamos (nuestro propio nombre) sufrirá toda una serie de transformaciones en paralelo con las transformaciones personales que experimentemos a lo largo de nuestra vida. Tanto es así que hay una ley de la pericia caligráfica judicial que dice: “Si hay dos firmas iguales, una de las dos es falsa”. Ni uno mismo sería capaz de hacer dos firmas exactamente iguales. A esto me refiero cuando digo que la escritura tiene vida. Porque escribimos con la mano, pero la mano la gobierna nuestro sistema nervioso. Y es la riqueza (o pobreza) de nuestra red neural (y no la mano) la que determina la calidad de nuestra escritura.
Josep Maria Infantes Torrent
NACIMIENTO, DESARROLLO Y MADUREZ DE LA ESCRITURA MANUSCRITA
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